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Ya es cualquiera




Ganas, lo que se dice ganas de sentarme a escribir, no tenía. La agenda de reuniones quincenales
de mi taller literario programa mi ánimo en semanas sucesivas de angustia y relajación.
Lamentablemente ese sábado arrancaba una de las primeras, semanas en que la obligación se
impone, si no a la vocación, al menos a la voluntad. Y quién me manda? Bueno, yo mismo. Digo, si
no me pongo yo mismo esta obligación, entonces no voy a escribir nunca, siempre habrá algo más
urgente, o más relajado al menos. A la voluntad hay que domarla. Así es, uno tiene que obligarse a
forzar su deseo, conscientemente. En mi caso estar arrastrándome por un teclado cuando cuando
la semana me regalaba tal vez las únicas dos horas de descanso y tranquilidad de las que iba a
contar en bastantes días.
Sonaba Calamaro (“Quiero arreglar todo lo que hice mal / Todo lo que escondí hasta de mí, /  
Debo contar lo que yo solo sé, / Uh perdón, Victor Sueiro también”) y pensaba en Ulises, que para
oír a las sirenas, eligió atarse e instruir a sus marineros a desobedecer sus órdenes. Hay momentos
en que uno encuentra, como Ulises que lo mejor es precisamente no dar lugar a la libertad. Por eso
Ulises es héroe, porque impone razón y voluntad sobre deseo, y con eso logra imponerse al destino.
En todo caso, más por debilidad que por virtud, había elegido esa noche alterar el orden lógico, el
que va de la idea al papel, invertirlo, partiendo de la escritura como acción, de los dedos al cerebro
y no al revés. Como un escultor que ataca el bloque de mármol para encontrarse con las formas que
el material le vaya devolviendo, y no al revés.
Y así me encontraba yo, sufriendo sobre el teclado con un par de ideas literariamente estériles
cuando golpean la puerta de casa. Raro, por la hora (casi las 12 de la noche) y el lugar (un segundo
piso). Pude haber supuesto que sería Alfredo (el encargado), o algún vecino y simplemente no hacer
caso, pero cualquier opción me parecía preferible a lidiar con la frustración a la que me empujaba mi
falta de inspiración. Casi de buen humor, entonces, fui a atender.
Lo que me encontré fue un personaje intrigante. Vestía un traje tweed con chaleco, corbata fina, al
estilo de los años cuarenta, el pelo peinado hacia atrás en una raya al medio engominada, y
mocasines. ¿Quien usa mocasines hoy en día?, ¡y marrones!. Bien mirado debía tener unos
cuarenta y pico, pero en una primera impresión su postura encorvada, su curiosa indumentaria y su
ojo derecho casi cerrado, según pude ver tras sus lentes, lo hacían ver mucho mayor, un anciano,
casi.
- Buenas noches, Martire. Puede llamarme Borges. - Se presentó sin dar la mano.
Por increíble que parezca, era él. Me costó reconocer a ese Borges. Un tipo de mi edad, tan distinto
del abuelo bonachón de las fotos, que costaría darse cuenta que se trata de la misma persona.
Además, estaba el tema de los anteojos. Para ser un hombre que se estaba quedando ciego, había
resultado bastante coqueto, considerando que prácticamente no aparece en fotos con anteojos.
- Como le va, Martire? Sabe Usted a qué he venido?-atacó, ante la perplejidad de mi no-reacción.
- No, señor Borges, no tengo la menor idea. Pero por favor, pase, déjeme ofrecerle un te. Si prefiere café, tengo del instantáneo, vio, pero se lo puedo hacer batido....
- Borges, sólo Borges por favor. Y le agradezco la invitación, pero usted se imaginará, estas visitas pueden ser, digamos, efímeras- me contestó sin empatía alguna hacia mi desconcierto-
Pasó y tomó asiento en un de las sillas blancas de la mesa del comedor. Pasar al living hubiera denotado una cercanía a la que Borges no quería dar lugar.
- En todo caso, Martire- atacó- he venido a ayudarlo. Usted sabe, me he cruzado por ahí con algunas cositas que ha venido escribiendo para el taller ese, el que dicta el muchacho de apellido catalán...
- Santiago...
- Ahh, catalanes... - interrumpió, y continuó como si hablara ante un auditorio más amplio que
solamente yo- Usted sabe que antes que llegaran tantos barcos con gallegos y asturianos, los
vascos y los catalanes fueron de los más numerosos entre los llegados desde la península. Y los
catalanes en particular fueron un grupo muy activo en la Revolución de Mayo. Dos de los miembros
de la Primera Junta eran catalanes, Larreu (o Larrea, como lo han castellanizado, vaya a saber por
qué) y Matheu, quienes de hecho pagaron de su bolsillo una parte importante del esfuerzo militar de
eso primeros años. ¡Las ganas que tendrían de sacarse de encima la corona española!. Matheu, po
r ejemplo, costeó prácticamente toda la primera expedición al Alto Perú . Como se imaginará, ambos
terminaron en la pobreza más absoluta. Larreu se mató en 1847. Se suicidó con su hoja de afeitar.
Fue el último miembro de la junta en morir, y ciertamente no llego a ver el país de una pieza. Mire
que hay que tener coraje para matarse con una hoja de afeitar.
-No conocía la historia -observé- Ciertamente el altruismo nunca ha pagado bien en estas tierras,
verdad? Y digame, Borges, usted tiene una opinion sobre el suicidio?
- Mire Martire, yo he aprendido que hay que tener opiniones sobre todo, si no uno se vuelve un tipo
más bien aburrido, y si hay algo de lo que yo siempre quise escapar es de ser aburrido. No estoy
conceptualmente en contra del suicidio, Cristo fue un suicida, no? Pero hay motivos y motivos…
El de Larreu, aparentemente, fue por no poder levantar un pagaré! Eso sí es imperdonable.
La conversación con Borges necesitaba reencausarse si pretendía sacar de ella algo más
sustancioso que una lección en detalles irrelevantes de la historia argentina. -Y dígame Borges-
pregunté- en qué podría usted ayudarme?
- Ah bien, bueno, usted quiere escribir, no?
- Ciertamente- contesté- aunque a veces dudo, empezar algo así a esta edad?
- Yo era mayor que usted empecé a ser ciego, qué cambio mayor que ese?. Así que no me venga
con sentimentalismos.
Finalmente entendí por donde venía la cuestión. -Es decir que usted podría aconsejarme para
mejorar mis textos?
- Si usted está de acuerdo. Por ejemplo: mi opinión es que usted tiene tendencia a imaginar novelas
fallidas, lo cual no sería un gran problema si eso fuera lo que usted quiere escribir. Hay grandes
obras que son novelas fallidas. Pero si lo que usted quiere escribir es un cuento decente, entonces
dése cuenta que un cuento no es una novela cortita. Usted está pensando en personajes, en
historias que requieren un desarrollo, y en personajes que van cambiando, evolucionando, se
redimen o se condenan; o sea está pensando usted en novelas. ¿Por qué será que a la gente le
gustan tanto las novelas?.
- Será Nporque a la gente le gusta identificarse con los buenos y odiar a los malos? ¿Será eso? La
necesidad de juzgar? - aventuré.
- Vaya a saber - contestó Borges- Para mí la literatura se trata de mentir con estilo, y una mentira,
he aprendido, no se sostiene tanto tiempo, hay que partirla en muchas mentiras chiquititas, como
bien descubrió el peronismo.
- Aha. Póngame un ejemplo, por favor- listo!, pensé, saboreando el éxito de mi próxima reunión en
el taller.
- A ver, Martire, no piense historias, piense circunstancias, eventos. Un evento, una ocasión: un
cuento. Punto. Por ejemplo, estaba usted en su casa una noche de invierno y recibe un extraño
visitante que le plantea un negocio intrigante y sorpresivo ante el cual usted tiene que tomar una
decisión que va a cambiar su vida. Listo, ahi tiene un cuento.
Tenía sentido...-Pero, y por qué justamente viene a ayudarme a mi?- No me interesaba saber, hice la
pregunta sin pensar, un acto reflejo de falsa modestia. Me odié por eso.
Borges me miró con gesto reprobatorio -Martire, dejemos de lado la falsa modestia. La razón por la
que vine a visitarlo es porque espero de usted que haga algo por mí, algo que requiere dos
condiciones básicas que usted cumple perfectamente: existe y no tiene nada mejor que hacer.
- Dígame Borges, qué necesita de mi.
A esta altura desde mi computadora llegaban rimas del estilo: “soy inocente de tu lado más culpable
/ pero el culpable de tu lado más caliente / soy el custodio de tus ráfagas de odio / el comandante de
tu parte de adelante”, que Borges tuvo la delicadeza de ignorar.
-Bueno, como usted probablemente sepa, hace unos cuarenta años, un Borges viejo y ciego va a
escribir un cuentito sobre un libro que no tiene primera página ni última página, un libro en donde
siempre hay una página más.
- El libro de Arena, si, lo he leído. El narrador queda atrapado de tal manera por ese libro imposible
que finalmente lo deja escondido en un estante cualquiera de la Biblioteca Nacional, en la calle
México, verdad?. Una metáfora sobre cómo la literatura puede ser infinita y el afán de abarcarla
puede absorber toda nuestra existencia -me quise lucir.
- Pongale que sí, Martire. Aunque eso ya lo había dicho Cervantes, así que para qué lo iba a decir
yo tantos años después. Pero no vine a hablar sobre mis cuentos. Necesito su ayuda concreta,
puntual.
-Bueno, Borges, usted dirá- pregunté
En ese momento la expresión se agravó. Me miró profundamente a los ojos como diciendo que el
tiempo de la charla liviana se había acabado. -Martire, necesito que vaya y recupere ese ejemplar.
Yo se exactamente donde está, aunque en el cuento dije lo contrario-.
-Pero ese libro es una invención suya, no me diga que existe realmente?
Por toda respuesta obtuve un seco “mm” que no logré descifrar, y una expresión decepcionada que
me resultó evidente.
-Bueno, siendo así, déjeme ver qué puedo hacer, y lo espero en cualquier momento con algun
consejito nuevo, le parece.
-Ahi quedamos, Martire. Nos estamos viendo. Aunque algo me dice que quizá no sea Usted la
persona que necesito para este trabajo. Veremos.- Se levantó y se fue sin darse vuelta a mirarme.
Me quedé en blanco, repasando la conversación párrafo por párrafo, cuestionándome si había dicho
lo más adecuado en cada momento. Por ejemplo, podría haberle contestado que la Biblioteca
Nacional se mudó al nuevo edificio en 1992, y que el edificio de la calle México está vacío,
abandonado y en ruinas. Que sus instrucciones para encontrar al libro de arena en una Biblioteca
sin libros eran inútiles… pero a fin de cuentas, quién era yo para para imponer cambios en una
ficción que quizás no era mía, de la cual no me quedaba claro si era el autor o el personaje.
De modo tal que que opté por no llevarle la contra y de paso aprovechar sus consejos por el mayor tiempo posible.

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