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el cenicero

Por más que hoy no cumple esa función estrictamente, se trata sin lugar a dudas de un cenicero, y eso es porque los objetos derivan su esencia de la finalidad con la que fueron construidos. El objeto, una vez liberado de la artificialidad del adorno, revela su identidad pura en la pura utilidad. Y como toda identidad inanimada, no cambia nunca. Puede ser usado para otra cosa, como en mi caso para dejar las llaves, pero eso no lo convierte en un cuenco para llaves sino, en todo caso, en un cenicero que alguien usa para dejar las llaves, de la misma manera que el libro que sostiene la pata más corta de la mesa no se convierte en un taco de madera. El cenicero es la pieza focal de los recuerdos de mi infancia, que se disparan al evocar el olor dulce de los cigarros del abuelo Bernardo sentado en su sillón sobre dos almohadones verdes, con sus piernas cortas y pesadas sobre un puf. En los setenta un puf se me revelaba como el sumum del confort y la sofisticación. A la espalda del abuelo s
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La historia del chico en la playa

La historia del chico en la playa Y ahora dónde se metió papá. No lo veo. Y la sombrilla? Dónde está la sombrilla? Era celeste la sombrilla. Ay, no me acuerdo. Tanta gente. Qué me miran. A ver, voy a bajar hasta el agua a ver si lo encuentro. Uf, gente, toallas en el piso, cómo les gusta estar todos amontonados en la arena, todos pegados, todos ordos, todos feos. Por acá no lo veo. Para qué me separé, ahora estoy sólo y encima está toda esta gente. Todos viejos. Por qué habremos venido a esta playa tan llena? Ya sé, voy a volver por la orilla para el lado del hotel y así lo voy a encontrar. Seguro que me fue a buscar por el camino desde el hotel. Era para allá, no para el lado del muelle, para el otro lado. Creo, no estoy seguro. Ya no estoy seguro de nada. Bueno entonces voy a hacer así: me voy a quedar acá quietito para que sea más fácil encontrarme. Seguro que papá me está buscando y lo mejor es quedarme acá para que me encuentre. O no, por ahí eso no es lo mejor,

una temporada en el infierno

Y así fue que un buen día me encontré haciendo la cola. Habrás pensado que en la puerta del Infierno la cola es larga, desordenada, un quilombo, así como para arrancar bien arriba con la tortura. Pero no. Sorpresa! La espera es mínima, todo fluye ordenado y metódico, como operado por una burocracia super eficiente. Hace pensar más en un aeropuerto que en la ANSES. Es como vos decías siempre que miramos las películas de los nazis, el mal siempre se ha tenido  una gran capacidad de organización. No puedo decir que no me advirtieron que iba a terminar mal, sobre todo mi hermana y vos. Pero bueno, morí en mi ley, como dicen. Gran consuelo. Será entonces que con cada cagada que me iba mandando allá, estaba pagando una parte de mi estadìa por aca? O será que ya estaba cagado desde el principio.  Que nací para la vida que tuve, para hacer lo que hice, para terminar como terminé? Serà que nada  sucede sin una causa. Habrà habido entonces un momento decisivo que disparó una cadena de caus

Ya es cualquiera

Ganas, lo que se dice ganas de sentarme a escribir, no tenía. La agenda de reuniones quincenales de mi taller literario programa mi ánimo en semanas sucesivas de angustia y relajación. Lamentablemente ese sábado arrancaba una de las primeras, semanas en que la obligación se impone, si no a la vocación, al menos a la voluntad. Y quién me manda? Bueno, yo mismo. Digo, si no me pongo yo mismo esta obligación, entonces no voy a escribir nunca, siempre habrá algo más urgente, o más relajado al menos. A la voluntad hay que domarla. Así es, uno tiene que obligarse a forzar su deseo, conscientemente. En mi caso estar arrastrándome por un teclado cuando cuando la semana me regalaba tal vez las únicas dos horas de descanso y tranquilidad de las que iba a contar en bastantes días. Sonaba Calamaro (“ Quiero arreglar todo lo que hice mal / Todo lo que escondí hasta de mí, /   Debo contar lo que yo solo sé, / Uh perdón, Victor Sueiro también”) y pensaba en Ulises, que para oír a

La Soledad

Ciento ochenta y nueve veces al año, a las ocho cuarenta AM, el dormitorio de Camilo se inunda de los gritos de un par de decenas de chicos saliendo al primer recreo de la mañana en la escuela que da contra su ventana. 209 días (22 hábiles x nueve meses y medio, de marzo a mediados de diciembre) menos 10 de vacaciones de invierno menos otros 10 feriados, a razón de más o menos uno por mes. En las raras ocasiones en que recibe visitas, lejos de reconocer el desacierto evidente de su elección inmobiliaria, Camilo argumenta que la escuela, en realidad, “es una bendición”, ya que si bien hay mañanas ruidosas, el enorme predio del colegio lo libera de potenciales vecinos durante la noche, los fines de semana y las vacaciones, cuando él realmente disfruta de su segundo piso contrafrente, que mantiene abarrotado de libros, vinilos y cuadros, todo en ese estilo insulso de fines del Siglo XX. Abundando en detalles irrelevantes para sus a esta altura, incómodos y sorprendidos visi